Difusores de goles y emociones hasta las lágrimas. Sí, los relatores son parte de la vida de todo amante de la de gajos. Son los que nos cuentan cada detalle, que nos sumerge en la más creativa imaginación. Pueden ser, en cuestión de segundos, el mejor amigo del fanático oyente, o el traidor que traslada la tristeza de un gol contrario. La radio en mano, mate de por medio, y la voz apasionada del relator que te lleva a un paraíso sin igual. Aquel que nos hace fantasear con goles, atajadas, polémicas y todo lo que de por sí, genera un deporte como el fútbol. Un clásico de las tardes domingueras.
A veces nos fastidian. Te ponen los pelos de punta, exagerando supuestas situaciones de riesgo, cuando en realidad la pelota ni siquiera ingresó al área. Claro, te hacen asustar sin razón. O, en contrapartida, son muy buenos para crear falsas ilusiones. Culminan la jugada con un grito tan extenso y desgarrador que parece gol de nuestro equipo, pero que a la postre termina siendo una jugada insulsa que ni siquiera aparecerá en los resúmenes del noticiero deportivo del día siguiente. Aún así, sin ellos, el fútbol no sería el mismo.
No suelen hacer magia, eso es cierto. Porque si jugás mal, es difícil cambiar la tendencia sólo con palabras. Aunque sí tienen la capacidad de dibujar algo atractivo, en un 0 a 0 penoso. Son creadores por excelencia, que no salvan a tu equipo del descenso, pero sí pueden con inteligencia e ingenio, darle color a una grisácea tarde de domingo.
Si imaginamos un relator de radio en un partido que está llegando al final, y que estuvo repleto de goles y emociones, se nos viene la imagen de un tipo con la camisa desabrochada, despeinado, al borde de quedarse sin voz, con las venas de la garganta a punto de explotar. Eso sí, aferrándose al micrófono, su instrumento indispensable para transmitir las más pasionales sensaciones. El micrófono es para el relator, lo que el oxígeno para un simple mortal. Sin el bendito aparato, la voz muere.
El relator es único, porque su tarea es inimitable. Por momentos da la sensación de ser un gremio aparte. Como si fuese el Riquelme de la transmisión. Después de él, vienen los periodistas. El comentarista, después el chico que hace vestuarios. Ahora, al menos por dos horas, el periodista que relata se disfraza de relator y punto. Es el que cuenta, describe y emociona. Para criticar, que lo haga el resto. Después en la semana, se saca el disfraz y retoma la rutina periodística, esperando con ansias el domingo para volver a interpretar a ese inmejorable personaje, diferente al resto.
Y eso que todo comenzó casi de prepo, como quién no quiere la cosa. El 2 de octubre de 1924 jugaron Argentina y Uruguay. Horacio Martínez Seeber y Atilio Casime informaron a los oyentes acerca de lo acontecido en el encuentro que ganaron los nuestros 2 a 1. La leyenda cuenta que lo hicieron informalmente, como una charla de café entre amigos. Ingenuos, ya que no tenían ni la más remota idea de lo que en aquella bendita tarde acababan de comenzar.
Más tarde, ya con un relato formalizado, apareció en acción Alfredo Aróstegui, para luego darle lugar a Fioravanti. Después tomó la posta José María Muñoz, para hacernos delirar con el segundo gol de Kempes a Holanda en el ’78, al punto que mi abuelo, de la emoción desenfrenada, rompió una silla. No importó. Éramos campeones del mundo. Siempre que hubo un acontecimiento deportivo que pasó a ser historia pura, en ése preciso instante también hubo un relator para contarlo. Siguió Víctor Hugo, que con sus palabras nos llegó al corazón en 1986. Porque el gol de Maradona a Inglaterra en el que al mismo tiempo, relata, grita, goza, llora y recita, es para nosotros, la Quinta Sinfonía de Beethoven. Algo así.
Más tarde, ya con un relato formalizado, apareció en acción Alfredo Aróstegui, para luego darle lugar a Fioravanti. Después tomó la posta José María Muñoz, para hacernos delirar con el segundo gol de Kempes a Holanda en el ’78, al punto que mi abuelo, de la emoción desenfrenada, rompió una silla. No importó. Éramos campeones del mundo. Siempre que hubo un acontecimiento deportivo que pasó a ser historia pura, en ése preciso instante también hubo un relator para contarlo. Siguió Víctor Hugo, que con sus palabras nos llegó al corazón en 1986. Porque el gol de Maradona a Inglaterra en el que al mismo tiempo, relata, grita, goza, llora y recita, es para nosotros, la Quinta Sinfonía de Beethoven. Algo así.
Quiero llorar/¡Dios Santo viva el fútbol!/Maradona en recorrida memorable, en la jugada de todos los tiempos/Barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste?/Para dejar en el camino a tanto inglés/Para que el país sea un puño apretado gritando por Argentina”.
Sublime. Imaginación desfachatada y hasta lunática. Porque… ¿qué es un barrilete cósmico? Tampoco interesa, si fue el barrilete que voló hacia nuestro corazón, para siempre.
Hace unos días, en Bahía Multimedios, hablé unos minutos con el charrúa más argento. No lo interrogué ni por la ley de medios, ni nada por el estilo. Sólo quería que me hable del relato. Y me dijo, “las calidades de los relatores se relacionan con el nivel cultural, la preparación y el entendimiento de la estética y de la ética: todo confluye, como en casi todas las actividades de la vida. Y cuando eso se hace con cierta magia e imaginación, con algún elemento atrapante para la persona que te escucha, podríamos hablar de un pequeño talento”. ¿Algo más que agregar?
Entonces, Fioravanti, Muñoz y Víctor Hugo, representan para el relato, lo que en sus tiempos fueron Corbatta, Bochini y Maradona dentro de una cancha de fútbol. El relato, definitivamente es un arte. No obstante, al mismo tiempo, el que relata es uno más que integra una transmisión deportiva, ya que sin el resto, no habría transmisión. Ahora, el relator es el enganche del equipo, el cantante de la banda, y hasta el payaso del circo. En definitiva, el artista de los domingos por la tarde.