No todos tuvimos la impagable chance de disfrutar en vivo y en directo del talento de Alberto Pedro Cabrera. Seguramente, los que lo vieron jugar, son y serán grandes afortunados.
El “Beto”, según quienes lo conocieron, fue un referente dentro y fuera del básquetbol. Un ejemplo a seguir en innumerables aspectos. Un talento sin igual dentro de la cancha, y una persona humilde, sencilla y respetuosa en la calle. Un crack en todos los sentidos. Porque es cierto que los grandes ídolos se forjan desde la humildad y el trabajo. Es allí donde ingresan para siempre en el corazón del pueblo y en la retina de los grandes. Y Cabrera no fue la excepción a la regla.
Los nacidos en la década del ’80 lo conocimos a través del “boca en boca”, partiendo de los imborrables recuerdos que abuelos y padres, espectadores de lujo de la magia de Cabrera, nos transmitieron a lo largo de nuestra vida. El mito de “Mandrake” durante muchos años se mantuvo encendido gracias a ellos, debido a la inexistencia de imágenes que nos permitiera apreciar más detalladamente lo que el “14” en aquellos tiempos hacía en los fríos campos de baldosa (para algún desprevenido, por entonces los modernos parquet flotante ni siquiera eran un lejano sueño).
Ahora, gracias a la iniciativa de Alberto Freinquel, todas las generaciones tienen al alcance de su mano, parte de la obra del gran Beto. Hace unas semanas fui a ver “Cabrera, el mago del básquetbol” con Horacio, mi padre. Hincha de Olimpo el viejo, pero fiel nostálgico del talento del máximo referente de Estudiantes. Porque Beto era de todos, sumaba fanáticos a montones más allá de los colores de la camiseta.
Y este señor sí que era un fenómeno. Ganador por naturaleza, avasallante pese a su andar tranquilo y minucioso. Cabrera sólo hacía ruido adentro de la cancha. Los Torneos Provinciales y los Campeonatos Argentinos fueron fieles testigos de la notable capacidad de éste básquetbolista, quien en su apogeo conformó un auténtico “tridente de oro” junto a Atilio José “Lito” Fruet y José Ignacio “el Negro” De Lizaso.
Después de observar el documental, uno entiende el porque de lo que genera Cabrera hoy. Porque una avenida lleva su nombre, porque su camiseta está colgada en el Casanova. Solo con apreciar algunos de sus movimientos, cualquier principiante de básquet puede decir “el 14 de Estudiantes lee el juego como ninguno”. Adelantado tres o cuatro segundos más que el resto. Un superdotado. Un conductor de los de ahora, hace 30 años atrás.
Una jugada que observé en la película me dejó absolutamente anonadado. Creo que sólo con eso, me alcanzó y sobró para deducir que Beto la tenía clara. Cabrera avanzó ante dos rivales, a pesar de ser asediado por una marca a presión decidió tirar al aro, pero su tiro fue bloqueado. La pelota picó detrás suyo, y en una ráfaga de milésimas de segundo, mirando hacia la derecha, “Mandrake” asistió a un compañero que se encontraba debajo del vidrio y sobre la izquierda. Sí, mirando para otro lado, dejando atónitos a los dos grandotes que lo asediaban casi sin darle respiro. No fue una conversión de él, pero igual me deslumbró.
Nacido un 16 de diciembre de 1945, Beto desarrolló una carrera brillante. Hizo una vida normal, con el básquet como principal divertimento. Si hasta ni se le movió un pelo cuando en una gira con la Selección Argentina tuvo un ofrecimiento para jugar en el Real Madrid. Sencillo, familiero, maestro silencioso. Campeón Sudamericano con la Albiceleste, se cansó de ganar con el Albo, el club de sus amores.
En el documental que retrata su vida, los ya mencionados Fruet y De Lizaso, además del “Tola” Cadillac, Monachesi, Vaccaro, Meschini, Santiago, y tantos otros personajes reconocidos del básquet le rindieron homenaje al genio de Cabrera. Es que lo era. Claro, ahora comprendo porque los más grandes de la sala lagrimearon al final de la película de Beto. Seguramente, cada uno de ellos, pagaría una entrada a cualquier precio para ver, aunque sea solo una ofensiva más, al eterno “14”. Solo una más. Solo por un instante, trasladarse en el tiempo, y volver a vivir aquellas noches gloriosas del básquetbol bahiense.
El ambiente en la sala fue sensacional, único. Un silencio armonioso se extendió durante los setenta y pico de minutos que duró el film. Un silencio sincero, propio de las personas que generan admiración y un profundo respeto en el público. El cariño que se ganan los genios silenciosos, sin egos, los tipos sencillos que hoy no abundan.
Las reacciones de la gente se presentaron diversas ante el emocionante final, pero cada una de ellas partió de un indestructible sentimiento de pertenencia hacia el ídolo. Algunos aplaudieron fervientemente, otros lloraron, y hasta hubo quienes de la emoción no pudieron hacer ninguna de las dos cosas. Yo miré a mi viejo. En sus ojos vislumbré una etapa inolvidable de su vida, la nostalgia propia de alguien que vivió (en parte gracias al homenajeado) momentos imborrables. Ésa imagen, la de mi papá casi al borde de las lágrimas, hizo que en el recorrido desde el salón de la UNS hasta el auto, no se omita ni una sola palabra. Bueno, a decir verdad algún sigiloso “estuvo lindo eh” salió. Pero solamente eso. Lo demás lo guardamos dentro de nuestro corazón, para siempre. Los dos sabemos bien lo que vivimos esa fría tarde de mayo. En ésa grisácea tarde, en la que tuve mi primer contacto con Cabrera en su máximo esplendor.
Emociones, recuerdos, nostalgia y básquet del bueno. Las cuatro paredes de la sala se llenaron de todo eso, además de sentir el espíritu de “Mandrake” merodeando por ahí. Un documental necesario para todos aquellos que no pudimos disfrutar de los hombres que hicieron reconocido en todo el país a Bahía y su deporte más preciado.
Algunos no te conocimos, ni te disfrutamos adentro de una cancha. No importa. A los grandes no hace falta verlos en persona. Se los siente a través del pueblo. Con eso alcanza. Gracias por todo Beto. Gracias por ser ídolo de todas las generaciones.